Como una estatua, quieta, en medio de la escena, una mujer
de pelo negro, ondulado, y vestido con telas transparentes mira hacia el
frente, sin mostrar emoción o sentimiento alguno. Los músicos comienzan a
tocar: uno, su instrumento de cuerda. Otro, sus robustas percusiones. Y la
helena figura comienza a moverse, de forma muy sensual, hacia la derecha,
levantando su pierna izquierda y dejándola caer para dar una vuelta sobre sí
misma y hacer girar sus vestimentas. Sus brazos se mueven como lazos expuestos
al viento y consiguiendo que sus manos se fundan con el resto de sus
extremidades, homogéneas completamente. La danza recuerda a figuras esculpidas
por los grandes maestros que dominaron la técnica de paños mojados: las telas
de su traje resbalan por sus formas siguiéndola como un alma tras su cuerpo que
se queda atrás por no ser capaz de acompañar el ritmo de sus movimientos. Se
acerca a su público, todo masculino, y gira de uno en uno para dejar que todos
inspiren su fragancia fresca y cautivadora. Los ojos de los espectadores,
embobados, se centran en la mujer, incapaces de mirar a otro sitio: sus retinas
estaban imprimiendo en sus mentes un recuerdo que jamás podrían olvidar. La
percusión incrementa la velocidad, y con ella los movimientos de la joven: hacia
arriba y hacia abajo, de un lado a otro. Y finalmente, como traca final de un
espectáculo pirotécnico, la música calla y la mujer deja caer su cuerpo para
así por fin su ropa poder alcanzar su forma.
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