Y así estaba, crucificado por dos mujeres y sus preciosos tacones cuando recordaba, para olvidar el dolor, los largos paseos en bicicleta, el olor a salitre, el viento de otoño, las horas muertas en cualquier parque y los eternos domingos de descanso.
***
-Vamos, cariño, vuelve a la cama. Aún no tienes que irte.- Me decía con una dulce voz aquella chica rubia.
-No, no tengo que irme, la que se tiene que ir eres tú. ¡Coge tu sucio dinero y lárgate a enamorarte esta noche de otro hombre como haces a diario!
-Pero...
-¡He dicho que te largues!
Ella no sabía cómo reaccionar así que la agarré del brazo, la saqué de la cama y la fui empujando por el pasillo. Cogía la ropa como buenamente podía mientras yo, dominado por un odio terrible hacia ella, le gritaba y la empujaba hasta que, abrí la puerta y la eché de mi casa, para siempre.
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